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La Penitencia: buscando la virtud perdida

Posted by francescopetrarca en 25 febrero 2012

Fantástico artículo del P. José Fernando Rey Ballesteros sobre la Penitencia y sus sentido en este tiempo de Cuaresma.

http://www.jfernandorey.es/blog/?p=537

***

   Les sugiero un ejercicio poco gratificante, pero probablemente muy revelador: díganme cuántas veces han escuchado, a lo largo de los últimos años, la palabra “penitencia” en los templos a los que acuden para la celebración de la Eucaristía. Me refiero a “penitencia” como virtud o como actitud cristiana de reparación por los pecados; por tanto, supriman las veces en que han escuchado la expresión “sacramento de la Penitencia”, en la que la palabra es más adjetiva (para referirse al sacramento) que sustantiva. En definitiva, ¿cuántas veces han escuchado ustedes la invitación a “hacer penitencia” o a vivir con “espíritu penitente”? Probablemente, muy pocas.

    Nos guste o no, somos hijos de la tormenta que se desató en la Iglesia después del Concilio Vaticano II, y los efectos devastadores de aquella tempestad todavía están lejos de haber sido reparados. El cataclismo se llevó por delante todos los elementos de nuestra Fe que recordaban al hombre su condición pecadora, porque a muchos les parecía indigno el más mínimo golpe de pecho: se dejó de hablar del pecado, el Infierno desapareció, el Diablo pasó a ser un cuento cavernario destinado a asustar a los niños, la Justicia Divina fue borrada de los sermones y catequesis, los reclinatorios desaparecieron de las iglesias (¿por qué ponerse de rodillas si somos dios?) y la virtud de la penitencia se esfumó de la lista de unas virtudes cristianas que ya no eran virtudes sino “valores”…

    Desde entonces, y muy poco a poco, hemos ido recogiendo del suelo muchos de los restos de aquel desastre, les hemos quitado el polvo y los hemos devuelto a sus vitrinas: la conciencia de pecado se va recuperando, los confesonarios se vuelven a poblar con sacerdotes y penitentes, se va perdiendo el miedo a hablar del Demonio y -todavía muy débilmente- se recupera la alusión al Infierno en las predicaciones de bastantes sacerdotes. Sin embargo, nadie ha encontrado todavía entre los escombros la virtud de la penitencia. Y, por eso, cuando llega la Cuaresma, se habla de la “pequeñez” (¡Qué bonito!) humana y de la Misericordia de Dios. Y, hasta que alguien recupere la virtud perdida, seguimos hablando de la Cuaresma como de “el tiempo de la Misericordia”… Es verdad; lo es. Si no confiásemos en la Misericordia de Dios, la Cuaresma sería un ejercicio inútil. Pero, principalmente, la Cuaresma es tiempo de penitencia.

    El motivo de la penitencia, y también de la Cuaresma, es la necesidad de expiar nuestras culpas. En ocasiones decimos, demasiado alegremente, que una vez confesado un pecado ya no hay que preocuparse ni pensar más en él, que “no ha pasado nada”… Pero no es verdad; ha pasado. El Sacramento del Perdón nos absuelve, merced a la Sangre de Cristo, del castigo eterno merecido por nuestra traición. Pero los efectos de ese pecado en el alma, eso que la Teología Moral llama “reato de culpa” deben ser reparados en esta vida o en el Purgatorio: se trata de un desorden en las pasiones, de una inclinación más fuerte hacia el mal, de una ceguera cada vez más profunda para discernir la Luz Divina, de una insensibilidad para escuchar la voz de Dios… Todo ello sólo puede repararse con penitencia. Y, créanme, es mucho mejor y más conveniente repararlo en esta vida que esperar al Purgatorio, donde esa purificación será mucho más dolorosa. Los pecados hay que confesarlos, desde luego. Pero también hay que llorarlos. Y precisamente para eso está la Cuaresma.

    A poco que se lea la Sagrada Escritura, uno aprende que Dios es siempre muy tierno con el pecador arrepentido, muy duro con el pecado, y muy exigente con la penitencia. Dios perdona, y a la vez castiga; más bien, castiga para perdonar, reprende para reparar. Y el hombre tiene que saber, a la vez que acoge el perdón de Dios, recibir también el cariñoso castigo de un Padre que quiere lo mejor para sus hijos. He ahí el motivo de la penitencia cristiana.

    En la Edad Antigua, los pecadores públicos se azotaban a la vista de todos en las puertas de los templos durante la Cuaresma. El Emperador Teodosio el Grande, aconsejado por San Ambrosio, fue visto por todos los cristianos haciendo pública penitencia a causa de un arrebato de ira. Nosotros, durante la Cuaresma, nos imponemos voluntariamente castigos por nuestras culpas, siempre asesorados por el confesor, y así suplicamos la gracia de la restauración de nuestras almas.

    No lo olvidemos: los ayunos cuaresmales, las limosnas y la oración, a lo largo de estos cuarenta días, cobran sentido cuando el hombre se sabe pecador, cuando está dispuesto a llorar sus culpas, y cuando desea, más que ninguna otra cosa, reparar los efectos del pecado para convertirse y nunca más pecar. Eso es la Cuaresma.

José-Fernando Rey Ballesteros

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